El día de mi muerte

lunes, 15 de febrero de 2010

 

No fue fácil. Aquel día lluvioso de enero se presentaba turbio, muy frío. Y el hecho de que yo estuviera a punto de morir, requería por mi parte de grandes dosis de imaginación para no echarme a llorar. Sentía una tristeza muy profunda, y un miedo a desaparecer, a no volver a sentir o pensar, a ese “no ser” tan terrible que va de la mano de la muerte. Ahora que retrospectivamente analizo lo que sucedió, pienso que cada uno es lo que dice o dicen que es: la suma de las partes, o al menos es lo que creo; aunque claro, yo ya no sé qué creer...

Cuando resbalé en aquella tasca de mala muerte, un pérfido olor penetró mis fosas nasales, dañando sus tiernos tejidos; el tabaco, condensado y espeso, ensangrentó mis ojos y se me pegó a la ropa y piel cual velcro cosido; los efluvios del vino blanco y tinto, del barato de vidrio verde y rojo, se me atragantó en la garganta, escocida. En la barra, un tipo duro, de piel roja y venillas portátiles, de las de llevar por casa, me miró con ojos oprimidos. Haciéndome un gesto me explicó el trato, detallándome todos aquellos aspectos del “trabajo” que debía conocer en profundidad. Al fin, encarándome con esa típica mirada de perplejidad, con un “mirar de arriba abajo”, pero que no era más que un decir “¡este tipo qué coño hace aquí!”, me dirigió con suavidad pedante, empujándome con su aliento etílico y manos de mantequilla fundida, hacia un cuarto trasero...

Al entrar, constaté con alivio que el aire estaba menos viciado en esa amplia habitación, si bien la oscuridad empañaba la vista. Entreví - pasados un par de temerosos minutos - una gran mesa ovalada, de madera, muy bella y exquisitamente labrada; los sillones no le temían en despliegue artesanal, e incluso, ahora que mis ojos se apercibían de que servían para algo más que sucumbir a la inflación del totem de la ceguera, vislumbraban extasiados, cuadros de Rosso Fiorentino, e incluso creyó distinguir la huella de Guiulio Romano en otro, de ese que fue discípulo del mismísimo Rafael...pero, si hasta estaban viendo, achinados por el esfuerzo, y totalmente fascinados, el mismísimo óleo de la “Alegoría de la liga santa” de el Greco...

La verdad es que la sensación que me produjo todo aquel despliegue de obras de arte, de belleza bruta y vasta en tan sólo cuarenta metros cuadrados...que por cierto, se hallaban semiocultos en una tasca de mala muerte –como dije anteriormente-, pues eso, como digo, supongo que fue el desencadenante de la mayor estupidez generada por mi anodina alma, en todo el tiempo que la llevo aguantando. Y no es poco.

Pero les tendría que informar de mi pasado, de mi lúgubre existencia. Yo soy un tipo normal, acaso simulado por el hecho de llevar bigotes que sonríen y boina al estilo de Alfredo Landa; pero normal, al fin y al cabo. Mi patética existencia se originó en un pueblecito cercano a Alicante, en España, y si bien mis paisanos me llamaban el “emboinao” y decían de mí que era “el tonto del pueblo”, para nada era así. Soy un señor cultivado y autodidacta. En mi juventud estudié las ciencias “paranormales”, aquellas que salían de lo normal, lo del más allá, si ustedes me entienden...Estudié parapsicologías, encantamientos, reencarnaciones, huevos de energía, chakras, cartomancias y mancias en general, aunque no me dejaron –dichos estudios-, indicios comunes, de lógica aseveración interdisciplinares, que calmaran mis dilemas interiores...mis dilemas...Verán ustedes, yo tengo un problema: Temo a la muerte. La temo desde una desmesurada pasión por el terror más retorcido. Me angustio en noches de eterno pánico a la oscuridad y a la luz de una bombilla que refleja sombras cercanas a un objeto...Nada de armarios, sillas, percheros, o mesitas en mi dormitorio. Nada de calcetines o calzones en el suelo, no señor...No podría resistir esos alargamientos, esos objetos animados que viven en las sombras perpetuas de la intimidad nocturna...Por eso, por todo eso, señalo, decidí matarme. Sé que suena a un “sinsentido”, o disparate, incluso alguno pensará algún “¡qué estúpido!”; pero si lo meditan tiene cierta razón. Díganme una cosa: ¿qué hacen cuando les duele una muela? evidentemente se dirigen a su dentista y éste, amén de su sacrificado empeño en curarle su dolencia, les arranca la “susodicha”. ¡Ya no hay más sufrimiento!. Tan sólo un hueco sanguinolento y con sabor salino refresca lo que otrora se asemejaba al abismo del dolor. Otro caso: ¿Qué harían si una mosca les molestara continuamente, impidiéndoles el sagrado rito íntimo de la comunión placentera con su almuerzo?...”por un poner”...simplemente la matarían, nada de escándalos, nada de “malos rollos”, como dice la juventud de estos días...Yo sé –o sabía- que la única manera de terminar con mi miedo a la muerte era matándome, ni más ni menos, y por eso hablé con Lucas.

Lucas era el encargado de la funeraria. Iba a comisión, como todos los encargados de funerarias del mundo, por supuesto. A más muertos, más dinero ganaba, así de sencillo, que era lo más justo, claro...

Cuando le conté mi plan, Lucas no cabía en sí de gozo, me alabó de múltiples maneras e incluso –en un súbito reconocimiento de afecto- me besó. Lo cierto es que parecía que le había ofrecido el regalo del siglo. Cuando se repuso, sus ojos clavados en mi persona con novedosa admiración, comenzó a hablarme de un hombre en la ciudad, un tal Fermín Claus, que decía “procurar fiambres” cada “dos por tres”, o sea, de muy seguido. La verdad es que no se podría llamar de “procurar” a la actividad desempeñada por aquel individuo, pues era un mafioso de mucho cuidado y tanto Lucas como yo mismo lo sabíamos, pero aunque estábamos solos, pensamos en ese momento que mejor no enturbiar el aire con señalizaciones indecorosas hacia tremendo personaje de la “muy nuestra comunidad”, y así lo dejamos. Conocí pues a Fermín Claus, aunque antes Lucas había hablado con el hombre de las venillas portátiles, y después yo mismo llegué al antro y este individuo me dijo: “Tú entras, mentecato, te callas, y cuando el señor Claus te pregunte, respóndele con sinceridad, y si todo va bien, yo mismo te meto una bala en ese estúpido cogote después de arrancarte esa asquerosa boina” Y entré en aquella habitación y vi la mesa, los cuadros y finalmente, ahí es donde me quedé, informándoles de algo realmente tonto que había hecho...¿recuerdan: “mayor estupidez generada por mi anodina alma...”? Pues sigo...

Les cuento: Me rajé. Me volví atrás. Ya no quise morir, ya sólo pensaba en disfrutar de la belleza de la vida y de las múltiples maneras en que se expresaba. Había ido dispuesto a dejarme matar y ahora tan sólo quise que me dejaran en paz, que me dieran la oportunidad de volver atrás, de dirigir mis ojos hacia las maravillas de la Humanidad. Pero cuando empecé a hablar de bellezas y de cuadros, de vida , de que si la Alegoría del Greco y si “tal y cual”, el señor Claus se me acercó y me dijo:”Estás muerto” Y en verdad lo dijo tan convencido y con una naturalidad tal que no caí en la cuenta hasta más tarde, de un rastro de sangre, de una mesa ovalada mugrienta, de unos cuadros de “tres al cuarto”: imitaciones baratas... dos mesas de billar, tres prostitutas y un cuerpo con una navaja engastada en una garganta, en una cara con un bigote sonriente, en una cabeza emboinada...y claro, allí estaba yo, viendo todo aquello, y como les digo, hasta más tarde no logré entenderlo todo...pero allí estaba el señor Claus, riendo y “sobándole” un pecho a una de las prostitutas, y allí estaba mi amigo Lucas, contando dinero y señalando nombres en un diario, y allí estaba el tipo de las venas portátiles, con las cuencas de los ojos vacías y mirando unos cuadros horrorosos...Y allí y allí y allí...

Pero ahora que caigo en la cuenta...me parece que aquí no hay nada, porque tan sólo un solar desierto, con cuatro acacias y dos limonares, cubre la zona de lo que era la tasca y la sala del Greco, y yo no estoy muerto, pero estoy tumbado en el suelo, con mi botella de vino barato cubierta por el envoltorio marrón, y una vieja puta se rasca el bajo vientre mientras le echa una furtiva mirada a la rata comunitaria... la vieja Marta...En fin, esta es mi historia, la cuento siempre que vienen a verme, y de vez en cuando hasta me dan propina...¿no tendrán algo para este viejo narrador? ¿No? ¿Qué quien es Marta?

La rata, por supuesto...

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